John Barth (1930)

 
  
[…] Su verdadero nombre es Porcia, señor Cooke, es mi padre quien la llama Susie, que era el nombre de una ramera que fue amante suya. La mira como si le perteneciera, señor, y la trata como si fuera una bestia. ¡Si se conociera la verdad de nuestro amor su cólera no tendría fin! […]. En cuanto aguarda tener en su poder a esa fulana nueva se viene todas las noches con mi pobre y querida Porcia, cuya virginidad reclamó para sí cuando aún era una lechoncilla demasiado joven como para ser capaz de rechazarlo.
Ebenezer no pudo menos de admirar la metáfora de la lechoncilla […].    
-Yo afirmo —protestó— que esto no es…
-La cobardía humana no conoce límites —dijo Timothy con voz sibilina—. A pesar de ser mi padre, señor, lo aborrezco como si fuera el diablo. No digáis nada de esto, os lo ruego, pues en su perfidia, si llega a saber algo de nuestro amor, se la entregaría a ese verraco lascivo que hay en aquella pocilga, el cual siempre la ha mirado con intenciones obscenas, consintiéndole que llevase a término los babeantes deseos que abriga hacia ella.
Ebenezer se quedó boquiabierto.
-No estaréis dando a entender…
Mas en el momento que Ebenezer atisbó la verdad, el joven Mitchell dijo a voces:
-¡Porcia! ¡Ven acá! ¡Porcia, jiá!
Y en medio de la oscuridad se oyó gruñir a un animal desde la pared del fondo.    
-¡Miradla! ¿Verdad que es linda? —dijo Tim, orgulloso.
-¡Basta ya! –susurró el Laureado.
-Pensad en ella como si fuera vuestra hermana querida, señor: ¿la entregaríais para que la violara una sucia bestia?
-¡No! —exclamó Ebenezer— ¡Y me siento afrentado por la analogía! En realidad no puedo decir quién es más bestial si el sodomita o el verraco. ¡Éste es el peor vicio que he conocido jamás!


La voz de Timothy Mitchell revelaba que se sentía más desilusionado que intimidado por aquel estallido.
-Ah, señor, ninguna práctica amorosa es un vicio en sí. ¿Es posible que seáis poeta y no os deis cuenta de eso? Adulterio, violación, engaño, seducción desleal… ésas son cosas viciosas, no el apareamiento en sí: el pecado no está en el acto sino en las circunstancias que lo rodean.
Ebenezer sintió deseos de ver el rostro de aquel moralista tan singular.
-Lo que vos decís puede muy bien ser cierto, pero estáis hablando de hombres y mujeres…
-¡Qué pena que un poeta escuche tan a la ligera! —le recriminó Timothy—. Yo hablaba de machos y hembras, no de hombres y mujeres.
-¡Pero una unión tan sucia, tan antinatural!    
Timothy se rió.
-Me parece que Nuestra Señora Naturaleza no es tan delicada como vos, señor. Os concedo que cuando un perdiguero está en celo busca una perra con la que aparearse, pero ¿le importa lo más mínimo que sea caniche o mastín? No, vive el cielo; más aún: cualquier cosa le servirá de pareja, sea una perra, su hermano o la bota de su amo. La urgencia que siente es natural y tiene por objeto a la naturaleza toda… cualquier diana le sirve de perra, digámoslo así. Yo he visto a esos perros de ahí fuera montar ovejas.
Ebenezer suspiró.
-De todos modos, el rostro de la sodomía sigue estando revestido de una sonrisa siniestra, a pesar de los afeites y ungüentos de vuestra retórica. Estas pobres criaturas mudas se ven engañadas por accidente, pero el hombre posee la luz suficiente para ver el plan de Nuestra Señora Naturaleza.
-Y el suficiente sentido como para ver que carece de finalidad, salvo la de perpetuar las especies —añadió Timothy—. Y el ingenio suficiente como para hacer por diversión lo que las bestias hacen por necesidad. Yo no ando enemistado con las mujeres, señor Laureado: muchas son las doncellas que he amado antes de ahora, y sin duda lo volveré a hacer. Pero así como las Escrituras nos dicen que la muerte es el fruto del Árbol del Conocimiento, así también el Aburrimiento, me parece a mí, es fruto del Ingenio y de la Fantasía. Una amante nueva se tumba boca arriba y su amante queda satisfecho. Pero enseguida aquel placer tan simple los cansa y ellos se aprestan a refinar su entretenimiento: del Aretino aprenden el gozo de diversas posturas e inclinaciones; de Boccaccio y los demás aprenden a cortejar a la luz del día, en los campos, dentro de toneles y en los recovecos de las chimeneas; de Catulo y de los pícaros griegos aprenden que Hay más de un camino para llegar al bosque, así como que hay más de un bosque que cabe explorar de innumerables modos. Si se tiene ingenio y audacia, los descubrimientos no tienen fin y, si además leen, tienen a su disposición las investigaciones amorosas de la raza: los placeres de Catay, de los moros, de los turcos y de los africanos, así como de los pueblos más inteligentes de Europa. ¿No sucede muchas veces así, señor? Cuando los hombres como nosotros nos enamoramos de una mujer, nos enamoramos de todas sus partes y aspectos; no podemos descansar hasta conocer con todos nuestros sentidos cada una de las partes más normales y más secretas de nuestra amada, y entonces hacemos rechinar los dientes por no ser capaces de rebasar el límite de su piel. Yo no soy un gran poeta como vos, señor, pero este mismo anhelo de que hablo lo transformé en ciertas ocasión en poesía de la manera siguiente:
 
Dejad que pruebe el sabor
De las vuestras lagrimillas,
Probar también el cerumen
De esas orejas divinas;
Dejadme beber el vino
Que vuestro cuerpo destila…
 
-[…] si tuviera una amante, […] sentiría esa ansiedad de que habláis por conocer a la mujer en todo aspecto posible, con la sola excepción del «vino de su cuerpo» y otros licores semejantes, que para los tragos que estoy dispuesto a dar, pueden seguir en su destilería. En esto no hay nada de antinatural: no es más que el ancestral anhelo del amante, del que habla Platón, ser un solo cuerpo con la amada; y en especial, tratándose de poetas, no hay de qué asombrarse, pues el amor y la mujer son con frecuencia el asunto de la poesía. Sin embargo no es pequeño el salto que hay que dar para pasar de la Laura de Petrarca, o incluso de la hembra sedienta de Barnes, hasta vuestra gorda Porcia, aquí presente.
-Todo lo contrario, señor, no es preciso dar salto ninguno —dijo Tim—. Ya habéis defendido mi causa. Vuestro Sócrates tenía a Jantipa para que le calentara la cama, pero al mismo tiempo se dedicaba a retozar con un muchachuelo griego, ¿o no es verdad? Vos decís que las mujeres son frecuentemente el asunto de la poesía, pero en realidad el poeta le canta al orbe entero en toda su plenitud: es su amante la creación divina toda, y a ella le profesa este mismo amor y curiosidad ilimitada de que hablamos. El poeta ama el cuerpo femenino —¡bien lo sabe el cielo!—; ama el pequeño espacio vacío que media entre los muslos, el cual busca para efectuar una dulce fricción, ahondando en él; y asimismo los hoyuelos que se forman en la base de la espalda no son ajenos a sus besos.
-¡Nadie pone en tela de juicio —dijo Ebenezer, a quien se le había vuelto a alborotar la sangre— que el cuerpo femenino es un prodigio digno de ser contemplado!
-Mas ¿ello os dejará ciego para la contemplación de la belleza del cuerpo masculino, señor? No tal, si tenéis los ojos de Platón, o los de Shakespeare. ¡Qué hermoso es un hombre bien formado! La belleza del tórax, los firmes músculos de las pantorrillas y los muslos; las manos, tan nítidamente definidas, con los trazos de las venas y los tendones, mucho más gratas a la vista que las de la mujer; el vello del pecho, que ni los mejores escultores son capaces de reproducir, y lo más noble de todo: ¡su virilidad en reposo! ¡Qué contraste con la dulce ausencia de desorden propia de la mujer! A mi parecer, el defecto principal de los escultores griegos es que sus hombres de mármol tienen las partes que corresponderían a un niño pequeño: eso es arte pederasta, y yo abomino de él. ¡Cuán prodigioso hubiera sido que hubieran cincelado la verdad viviente, a la que los pueblos de la antigüedad solían rendir adoración: la esfera y la maza que simbolizan el poderío!
-También yo he admirado a veces a los hombres —dijo Ebenezer a regañadientes—, pero mi carne retrocede ante la idea del contacto amoroso […].
-Hay mucho que decir de los hombres en verso. Diantre, a veces me gustaría poseer el don de la palabra, señor, o que algún poeta tomara posesión de mi alma; ¡Qué versos escribiría sobre los cuerpos de los hombres y de las mujeres! ¡Y también sobre el resto de la creación! —Ebenezer le oyó darle unas palmaditas a Porcia—. Grandes sabuesos de cuerpo sinuoso, yeguas lustrosas o vacas áureas… ¿cómo pueden los hombres quedarse satisfechos con darle unas palmaditas a bestias tan hermosas? Yo, yo las amo desde los más hondos recovecos de mi alma. ¡La pasión me oprime dolorosamente el corazón por causa de sus cuerpos!
-¡Perversión, señor Mitchell! —le reprochó el Laureado—. ¡Os habéis alejado de la compañía de Platón y de Shakespeare, y de todos los demás caballeros también!
-Pero no de la humanidad —declaró Timothy—. Europa, Leda y Pasífae son mis hermanas; mi descendencia el Minotauro, los dioses egipcios que tienen cabeza de animal, los hermosos príncipes y princesas de los cuentos de hadas, a los que es preciso amar bajo la forma de de sapos, gansos y osos. ¡Yo amo el mundo, señor, y por lo tanto le hago el amor! Yo he depositado mi semilla en hombres y en mujeres y en una docena de animales de especies distintas, en los rugosos troncos de los árboles y en los úteros llenos de miel de las flores; yo he retozado encima del pecho negro de la tierra y la he abrazado con fuerza; yo he cortejado a las olas del mar, he impregnado los cuatro vientos y he lanzado mi pasión hacia el cielo, apuntando a las estrellas.

1 comentario:

Tyler Durden dijo...

LLegué hasta Barth tras encontrarlo emparentado en varios blogs con ciertos escritores que admiro; David Foster Wallace, cómo no, Gaddis, y también Thomas Pynchon por ejemplo.

En realidad, suelo intentar leer a todos los autores que son asociados a la línea Faulkner-Gaddis-Pynchon-Foster Wallace. La mayor parte resultan ser decepciones, para qué mentir (la última, Barthelme y El padre muerto -aunque tengo ganas de darle otra oportunidad con Paraíso-)... a William Gass es al que actualmente tengo en busca y captura. Y digo en busca y captura porque encontrar la obra de estos Escritores, que deberían ser conocidos por cualquier aficionado a la lectura mínimamente inmerso en el universo literario, a veces resulta una verdadera Odisea. De Gaddis aún se pueden encontrar cosas pero su obra magna, Los reconocimientos, me costó dios y ayuda (mereció la búsqueda no obstante, el tesoro era abundante). Y respecto a El plantador de tabaco mejor ni hablar. Al fin acabó en mis manos tras buscar a diestro y siniestro (porque no estaba dispuesto a pagar 272 euros por él, la verdad: http://www.iberlibro.com/servlet/BookDetailsPL?bi=8525614070&searchurl=kn%3Dplantador%2Bde%2Btabaco%26sts%3Dt%26x%3D0%26y%3D0); fue en una biblioteca pública donde, a través de un montacargas que lo rescató de las catatumbas, lo conseguí tener unos días.

Y esta vez la búsqueda ha merecido la pena. No entiendo muy bien por qué se le emparenta tanto con Wallace, Pynchon y compañía (quizás en otras obras que no he leído presenten puntos comunes, pero en esta...), quizá me falta nivel, no sé. Pero desde luego no importa una mierda. Porque El plantador de tabaco es una obra absolutamente genial.

En momentos, puestos a comparar, me recuerda más bien a Los viajes de Gulliver de Swift, obra que adoro, las peripecias al Cándido de Voltaire, la picaresca al Lazarillo o el Decamerón de Boccaccio... como ven, las comparaciones también son buenas... en fin, léanlo, les recuerde a lo que les recuerde. Es una larga travesía pero merece y mucho la pena.

Podría haber elegido mil fragmentos (la historia alternativa del mito de Pocahontas, por ejemplo, es algo que NO DEBEN PERDERSE), pero me ha parecido que esta oda al amor porcino que termina en un manifiesto pansexual pegaba aún más en este blog :-).

Busquen bien por las catatumbas de sus bibliotecas y lean mucho señores. Por mi parte, seguiré yendo a por Gass y a por La ópera flotante.